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sanfermines

Capítulo XV

 

El domingo 6 de julio al mediodía la fiesta estalló. No hay otra forma de expresar lo que quiero decir. Durante todo el día había estado llegando gente de las afueras, pero uno no se daba cuenta porque la ciudad los asimilaba. Bajo el sol ardiente, la plaza aparecía tan tranquila como otro día cualquiera. Los campesinos estaban en las tabernas de las calles alejadas del centro, bebiendo y preparándose para la fiesta. Hacía tan poco que habían llegado de los llanos y las colinas, que tenían que acostumbrarse al cambio de valores paulatinamente. No podían pagar desde el principio los precios de los cafés. En las tabernas se daba a su dinero su justo valor. El dinero representaba todavía un determinado número de horas de trabajo o de fanegas de trigo vendidas. Luego, cuando la fiesta estuviera avanzada, no importaría el precio que pagaran ni el sitio donde compraran.

Aquel día empezaban las fiestas de San Fermín, y estaban en las tabernas de las callejuelas de segundo orden desde las primeras horas del día. Por la mañana, al dirigirme a misa a la catedral, los oí cantar a través de las puertas abiertas de las tabernas. Se estaban poniendo en forma. A misa de once había mucha gente; San Fermín es también una festividad religiosa.

Saliendo de la catedral, que estaba en la parte alta de la ciudad, bajé por una calle y subí luego por otra hasta llegar al café de la plaza. Faltaba poco para mediodía. Robert Cohn y Bill estaban sentados a una de las mesas. Las mesas de mármol y las sillas blancas de mimbre habían desaparecido, y en su lugar había mesas de hierro y sillas plegables. El café parecía un buque de guerra desmantelado tras un combate. Aquel día los camareros no le dejaban leer tranquilamente a uno toda la mañana, sin acordarse de preguntarle si quería tomar algo. Tan pronto me senté apareció uno.

FIESTA - Ernest Hemingway

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